«En el plano arquitectónico, económico y urbanístico salió más que bien», reconoce Zallo. Y ahí destaca que habría que hablar de ‘efecto Gehry’; y no de ‘efecto Guggenheim’. «Fue él quien salvó el proyecto, creando un lugar imposible y una escultura visitable, con la excusa de que también hay exposiciones».
El edificio se ha convertido en un verdadero objeto de consumo, y en visita ineludible para público de todo el mundo. La previsión que se consideró más razonable apuntaba a un volumen anual de visitantes en torno a 400.000. Veinte años después, la media se sitúa por encima de 900.000.
Esas cifras hacen que se contemple con una perspectiva diferente el dato sobre el coste del edificio: los 10.000 millones de pesetas del coste del edificio -que con los emolumentos del arquitecto, de las ingenierías y las licencias ascendería a 14.000 de entonces- serían hoy, corregidos por la inflación, unos 148 millones de euros. Más o menos lo que ha costado el nuevo San Mamés. Además, el impacto económico supera con creces a la inversión: durante sus veinte años los ingresos rondan los 4.700 millones de euros, su aportación al PIB supera los 4.200 millones, y las Haciendas vascas han recaudado 660 millones adicionales y su nivel de autofinanciación en 2016 se situó en torno al 68%, algo insólito en los museos españoles.
Su impacto económico supera con creces la inversión: durante sus veinte años los ingresos rondan los 4.700 millones de euros, su aportación al PIB supera los 4.200 millones, y las Haciendas vascas han recaudado 660 millones adicionales